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ISABEL LA CATÓLICA Y EL PROBLEMA JUDÍO - Por el P.Alfredo Saenz

 No es fácil esbozar la historia del pueblo judío en España. Seguramente había ya un gran número de judíos en tiempo de los visigodos. Luego de que muchos de ellos instaron a los árabes a venir del África y luego colaboraron con éstos para que se extendiesen por España, abriéndoles las puertas de las ciudades de modo que pudiesen terminar rápidamente con los reinos visigodos, fueron premiados por los conquistadores, incluso con elevados cargos en el gobierno de Granada, Sevilla y Córdoba. Y así en el nuevo estado musulmán alcanzaron un alto grado de prosperidad y de cultura.

  La gradual reconquista de la Península por parte de los cristianos no trajo consigo ningún tipo de persecución para los judíos. Cuando San Fernando reconquistó Sevilla en 1224, les entregó cuatro mezquitas moras para que las transformasen en sinagogas, autorizándolos a establecerse en lugares privilegiados de la ciudad, con la sola condición de que se abstuvieran de injuriar la fe católica y de propagar su culto entre los cristianos. Los judíos no cumplieron estos compromisos, pero aun así no fueron contrariados, e incluso algunos Reyes, especialmente de fe tibia o necesitados de dinero, se mostraron con ellos muy condescendientes y lse confiaron cargos importantes en la Corte, sobre todo en relación con la tesorería.
  A fines del siglo XIII, los judíos gozaban de un singular poder en los reinos cristianos. Tan grande era su influencia que estaban exentos del cumplimiento de diversas leyes que obligaban a los cristianos, a punto tal que algunos de los albigenses, llegados a España del sur de Francia, se hacían circuncidar para poder predicar libremente como judíos la herejía por lo cual hubieran sido castigados como cristianos.
  En una España donde se repudiaba el préstamo a interés como un pecado – el pecado de “usura”, se llamaba -, los judíos, que no estaban sujetos a la jurisdicción de la Iglesia, eran los únicos banqueros y prestamistas, con lo que poco a poco el capital y el comercio de España fue pasando a sus manos. Los ciudadanos que debían pagar impuestos u no tenían cómo, los agricultores que carecían de dinero con qué comprar semilla para sus sembrados, caían desesperados en manos de prestamistas judíos, quedando a ellos esclavizados económicamente. Asimismo los judíos lograron gran influencia en el gobierno, prestando dinero a los Reyes, e incluso comprándoles el privilegio de cobrar impuestos. De ellos escribe el padre Bernáldez, contemporáneo de los Reyes Católicos: “Nunca quisieron tomar oficios de arar ni cavar, ni andar por los campos criando ganados, ni lo enseñaron a sus hijos salvo oficios de poblados, y de estar asentados ganando de comer con poco trabajo. Muchos de ellos en estos Reinos en poco tiempo llegaron muy grandes caudales e haciendas, porque de logros e usuras no hacían conciencia, diciendo que lo ganaban con sus enemigos, atándose al dicho que Dios mandó en la salida del pueblo de Israel, robar a Egipto”. Por supuesto que todo esto no podía caer bien, y el pueblo no les tenía la menor simpatía.
  Cuando la peste negra, en dos años, redujo la mitad de la población de Europa, los judíos sufrieron más que el resto, porque el populacho enloquecido los acusó de ser los causantes de aquella plaga envenenando los pozos, y comenzó a perseguirlos en toda Europa. El Papa Clemente VI denunció como calumniosas tales acusaciones, señalando que la peste había sido igualmente mortal donde no vivía ningún judío, y amenazó con excomulgar a los exaltados. Sin embargo, las multitudes seguían matando judíos.
  También en Castilla acaeció otro tanto, por lo que muchos hebreos, atemorizados pidieron el bautismo, llamándoselos conversos o marranos. Algunos lo hicieron sinceramente, como aquellos 35 mil convertidos por la virtud y la elocuencia de San Vicente Ferrer quien recorrió España predicando. Sin embargo, hubo muchos que simularon convertirse; iban a misa el domingo, pero secretamente seguían acudiendo a las sinagogas.
  Como cristianos confesos, los judíos falsamente convertidos se encontraban ahora libres de restricciones impuestas a sus hermanos de la sinagoga, y estaban en condiciones de contraer matrimonio con las familias nobles de España. Además, se le abrían nuevas e importantes posibilidades porque podían acceder al sacerdocio o a la vida religiosa, probando así su lealtad al cristianismo. El hecho es que en la época de Isabel, su influencia sobre la Iglesia en España era notable. Muchos de los obispos eran descendientes de judíos. Y se sabía que numerosos sacerdotes seguían siendo secretamente judíos, y se burlaban de la misa y de los sacramentos que fingían administrar. Los católicos se indignaban frente a estos sacrilegios, y en algunos casos exageraban la nota atribuyendo a los judíos la exclusividad de la decadencia que sufría la Iglesia.
  Tal era la situación cuando los Reyes estaban proyectando su campaña contra el gobierno moro de Granada. Los españoles no podían dejar de recordar que habían sido los judíos quienes invitaron a los mahometanos a entrar en el país, y siempre los habían considerado como enemigos internos, quintacolumnas y aliados del  enemigo. Dondequiera se encendía de nuevo la guerra contra los moros, automáticamente los judíos se convertían en sospechosos. Y precisamente en estos momentos, como acabamos de decir, los Reyes se aprestaban a lanzar su ofensiva contra Granada. Previendo Isabel una guerra larga y peligrosa, creyó que había llegado el momento de destruir el poder de los judíos encubiertos que constituían un reino dentro de otro reino.
  A solicitud de la Reina, el obispo de Cadiz elevó un informe sobre las actividades de los conversos de Sevilla. Se confirmaban las sospechas de Isabel, en el sentido de que la mayor parte de ellos eran judíos encubiertos, que poco a poco ganaban a los cristianos a las prácticas judías, llegando “hasta predicar la ley de Moisés” desde los púlpitos católicos.
  Señala T. Walsh que la Reina no tenía prevenciones contra los judíos como raza. EL problema, tal como ella lo entendía, era estrictamente religioso. De hecho, a lo largo de su reinado, había nombrado en cargos de confianza a varios judíos a quienes creía sinceramente cristianos, y con frecuencia había protegido a los judíos de la sinagoga contra la furia de los “pogroms” del populacho. No obstante, pensaba que muchos conversos eran en realidad judíos encubiertos, que iban a la iglesia el domingo y a la sinagoga el sábado, mientras no perdían oportunidad de ridiculizar las más sacrosantas verdades del cristianismo, socavando la fe, que era para ella la base moral del pueblo. Por otra parte, al poco tiempo de haberse creado la Inquisición, los inquisidores, convencidos por diversos testimonios, comunicaron a los Reyes el gravísimo peligro que se cernía sobre la religión católica. E incluso no faltaron judíos que expresaban su esperanza de que los turcos lanzasen una ofensiva hacia Occidente.
  Pero hubo un hecho que resultó como el detonante de toda esta cuestión. En noviembre de 1491, cuando Isabel y Fernando estaban tratando con Boabdil la rendición de Granada, dos judíos y seis conversos fueron en Ávila condenados a muerte bajo el cargo de haber secuestrado un niño cristiano de 4 años y de haberlo crucificado el Viernes Santo en una caverna, para burlarse de Cristo; de haberle arrancado luego el corazón, en orden a hacer un maleficio de magia destinado a causar la ruina de los cristianos en España, tras lo cual los judíos se posesionarían del gobierno. Por cierto que con frecuencia les colgaban cosas a los judíos. En este caso, se hicieron prolijas investigaciones, llegándose a la convicción de que, efectivamente, un niño había sido abofeteado, golpeado escupido, coronado de espinas y luego crucificado. El asunto fue sometido a un jurado de siete profesores de Salamanca, quienes declararon culpables a los imputados. Hubo un segundo jurado, en Ávila, que confirmó el veredicto. Los culpables fueron ejecutados el mismo mes que se rindió Granada. El niño sería canonizado por la Iglesia, bajo el nombre de “el Santo Niño de la Guardia”.
  Se cree que cuando el padre Torquemada fue a la Alhambra, a principios de 1492, pidió a los Reyes que encarase con urgencia este problema, que podía acabar por destruir toda su obra, y solucionasen el asunto de raíz expulsando a los judíos de España. Hacía un tiempo pensaban tomar una medida semejante. La indignación que provocó el crimen ritual del Santo Niño decidió el caso. Y así, el 31 de marzo de 1492, promulgaron un edicto según el cual todos los judíos debían abandonar sus reinos antes del 1° de julio. Alegaban que “persiste y es notorio el daño que se sigue a los cristianos de las conversaciones y comunicaciones que tienen con los judíos, los cuales han demostrado que tratan siempre, por todos los medios y maneras posibles, de pervertir y apartar a los cristianos fieles de nuestra santa fe católica, y atraerlos a su malvada opinión”. Se hacía, pues, necesario que “aquellos que pervierten la buena y honesta vida de las ciudades y villas, por la contaminación que puedan causar a otros, sean expulsados de entre pueblos”. Por eso, concluían los Reyes, “después de consultar a muchos prelados y nobles y caballeros de nuestros reinos y a otras personas de ciencia, y en nuestro Consejo habiendo deliberado mucho sobre el tema, hemos decidido ordenar a los mencionados judíos, hombres y mujeres, abandonar nuestros reinos y no volver más a ellos”.
  Los expulsados podían llevar consigo todos sus bienes, aunque sujetándose a la legislación vigente según la cual no les era lícito sacar al extranjero oro, plata, monedas y caballos, sugiriéndoseles en el mismo decreto convertir su dinero en letras de cambio. Para evitar la expulsión, tenían los judíos un recurso, la conversión. La Reina los animó a ello, y de hecho varios judíos pidieron el bautismo. Pero un buen número – unas 150 mil personas, de acuerdo a algunas fuentes – optó por abandonar España. Según parece, el éxodo, en carretas, a caballo o a pie, fue patético, en columnas que marchaban entre llantos y cantos religiosos. Algunos se dirigieron a Portugal, otros al África, o a distintos lugares.
  Señala Vizcaíno Casas que a diferencia de la abundante historiografía que ha juzgado con extrema severidad el decreto de expulsión  de los judíos, no son pocos los historiadores más recientes que lo justifican como inevitable. Dichos autores afirman que los Reyes no eran, en principio, hostiles a los judíos, sino que, dados los antecedentes históricos y los sucesos más recientes, consideraron imprescindible suspender el régimen de convivencia entre hebreos y cristianos, ante el riesgo de que el judaísmo, como doctrina religiosa tolerada, quebrantara la fe de la población. Ya en el siglo XIX, Amador de los Ríos había señalado que sería gran torpeza suponer que la medida fue inspirada por un arrebato de ira o por un arresto de soberbia; los Reyes la dictaron, dice, “con aquella tranquilidad de conciencia que nace siempre de la convicción de cumplir altos y trascendentales deberes”.
  Débese asimismo advertir que no fueron los Reyes Católicos los únicos ni los primeros en tomar una decisión de este tipo. Los judíos ya habían sido expulsados de Inglaterra en 1290, de Alemania entre 1348 y 1375, de Francia desde 1306. Por lo general, en España se les trató mejor que en otros países. En Francia, por ejemplo, en la Francia de San Luis, se había decidido que todo judío que se dedicara a la usura debía ser expulsado del reino; que sólo podían permanecer allí los que vivieran de un trabajo manual, es decir, pocos; que no era lícito poseer ejemplares del Talmud y otros textos judíos, por ser anticristianos; en caso de descubrírselos, dichos libros eran quemados.
  Con la expulsión decidida por los Reyes Católicos, se alcanzaron, de hecho, los objetivos buscados. Ante todo, se salvó la unidad religiosa de España. Asimismo, se acabaron para simpre los “pogroms”. Y más positivamente, gracias a los numerosos descendientes de judíos que permanecieron en España, pudo producirse la enriquecedora confluencia del genio judío y la Reforma Católica, concretada en nombres prestigiosos, de origen “converso”, tales como Francisco de Vitoria, San Juan de Ávila, Fray Luis de León, Santa Teresa de Ávila… Toda una constelación magistral.

ALFREDO SAENZ – Isabel La Católica – Ed. Gladius 2009 - Págs.41 a 50.

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